el caos

Frenos, un grito, un derrape, vueltas de campana, cristales que estallan, el coche se escora y patina y encuentra un vacío donde antes hubo suelo y salta y atraviesa las vallas como si fueran papel y rueda colina abajo. El armazón dispara fragmentos al aire: metálica piel muerta que se desprende del cuerpo que gira. Impacta contra un árbol que cruje y desvía su rumbo y se estrella en el lecho seco de un río. Allí se detiene el testimonio final de escombros bañados en sangre. Luego humo y silencio.
Así escriben los dioses del caos sus cartas de amor.

La ventana

Por favor, les ruego que no saquen las manos por la ventanilla, podrían hacerles daño. Sé que ahora no me toman en serio, nunca hacen caso a este consejo hasta que es demasiado tarde. No lo digo porque quiera hacer menos satisfactoria la experiencia, deben creerme. Es una precaución necesaria. Hace apenas un año, una joven sacó la mano por el hueco de la ventana, ahí mismo. El mordisco le arrancó la mano, el tirón la empotró contra la pared, su cabeza agrietó el cristal. No puedo decir que me alegrara, pero debo recordarles que ella también había sido advertida.

Taxi

Roberto cierra la puerta del taxi y se limita a decir “al aeropuerto”. Comprueba la hora y por fin se relaja un poco mientras es conducido calle abajo. Intenta recordar lo último que le ha dicho Marisa. A saber. Ya la llamará por la noche. El interminable crujido de la emisora alterna voces aburridas y estridencias. Minutos después, en una confusa ráfaga de voz le parece oír su propia dirección. Extrañado, atiende al mensaje. La señora lleva cinco maletas (crujido), tiene mucha prisa. Una pausa y Roberto entiende que Marisa le deja.
Mira el reloj.
Imposible volver, perdería el avión.

Azar

Tan planificado estaba aquel asunto que, cuando ocurrió, ambos sabían con certeza lo que debían hacer. Habían bebido lo justo para alegar una embriaguez transitoria que no impidiera ni los prolegómenos ni la feliz y deseada conclusión. Ambos fingirían sorpresa, mintiendo que aquello era una desatada pasión, ambos se justificarían mutuamente el error, ambos convendrían entre sábanas ya tibias, que nadie debía saberlo. Ambos pensaban dejar el “nunca más” sujeto a los resultados de tan calculado azar. Un sólo error ocurrió: ninguno de los dos imaginó que necesitaran ir a comprar condones y quebrar la magia de tan fortuito encuentro.

Veo a Clara

Veo a Clara ante mí, escondida en ese disfraz de mujer luminosa y vital, tan llena de sol. La veo, atravesando sus pretensiones y sus máscaras. La veo, más allá del cuerpo tenso, del azul traje vaporoso, de su risa, de los dientes blancos y perfectos que secundan todos los comentarios de la mesa.
La veo aunque quiera esconderse, aunque pretenda ignorar mi presencia en esta tertulia de amigos aparentemente inofensiva. La veo y la descifro con una mirada. Ésa no es Clara, es solo otro intento de evasión, uno más, del laberinto del que yo soy la única puerta.

El Cielo

Hijos míos, o Dios nos disculpa en la Tierra o Dios nos disculpa en el Cielo, pero no creo en esa mezcla oportunista de quienes no quieren arriesgarse.
Creo fielmente en Dios, como hombre y como sacerdote. Creo que nos ha puesto aquí para que hagamos de la Tierra su reino o perdamos la vida en el intento. Sí, pongamos la otra mejilla. Y resistamos nuestros golpes con valor. Pero demos también las bofetadas necesarias en en largo camino hacia el bien.
Hijos míos, yo bendigo hoy estas armas y esta Revolución tan dolorosas como necesarias, verdaderos instrumentos de Dios.

Antigüedades

Lo único que sabía el joven Gonzalo de antigüedades cuando se hizo cargo del local de la calle Robles, era que todos los establecimientos del ramo tenían un indefinible matiz exótico.
Así que dejó que una gruesa capa de polvo cubriera los artículos, expuestos en un calculado desorden y sin precios visibles. Cubrió la luz de la calle con amplias cortinas hasta obtener una atmósfera cálida, un leve rastro de ensueño. Apuntó las referencias del escaso género valioso en un catálogo de aspecto solemne que solo mostraba a los mejores clientes.
Sonriendo, se marchitó allí dentro como una flor tardía.